Lirolaro 14
Tus ojos, como jade puro, se clavan en mi pecho como puñales de un dragón.
Me atraviesan y dejan el rastro de tu amor en mis venas,
fluyendo como la corriente de un río que teme la sequía.
Tirita entre las rocas ásperas, aunque pulidas por el paso de los años.
El gris del agua fría, como tu amor ya alejado, congela
mi piel
al introducirse en la corriente turbulenta
que remueve mi alma hasta transformarla
en un lugar oscuro, doloroso y lleno de terror.
Azul...
y ceremonioso, lleno de respeto. Es mi iglesia.
Las paredes están pintadas de rojo y dorado, con iconos dibujados de mi vida,
que se mueven al son de mis latidos
con una arritmia extraña, llena de vida.
Es como la música del coro los domingos por la mañana
en una procesión fúnebre por las calles grises y mojadas de Nueva York.
Gélidos cantos llenan las tristes calles con su muerte anunciada.
Los tambores suenan y el clip-clop de los caballos en el agrietado asfalto,
hilos negros que tejen figuras en el hormigón.
Representan mi dolor por no poder amarte.
Siento que caigo por las grietas, abiertas a un mundo en la penumbra... negra noche,
que deslumbras,
y me arrullas con tu oscuridad.
Me envuelves en una luz tenue, arropándome con ternura, aunque falsa.
Mi alma, robada. Camuflada en el hedor de tu cariño.
No quiero vivir muerta,
libérame de tu fino metal construído con espinas de hielo.
Corta las cadenas que me atan a tu cárcel de pasión fingida.
El rumor de tu mente martillea en mi cabeza.
Desesperación.
Las paredes empiezan a cerrarse. El techo parece derrumbarse sobre mi cabeza, latiendo angustia.
Estoy sudando, gotas agrias como el vinagre cayendo en una herida abierta.
Me quema los ojos y lágrimas de sangre comienzan a correr por mi cara,
triste y desnuda en un mar de sal e incienso recién quemado.
El perfume disimula el hedor putrefacto de nuestros corazones que poco a poco se van apagando,
ofuscando mi mente. Derrocando el dolor
que cae hacia una luz abismal, clara y brillante. Blanca como la nieve
fría y pura. Una sábana teñida de sangre, un cielo mojado de estrellas que
ilumina mi camino hasta nuestra habitación, ahora fría y silenciosa. Las cenizas aún en la chimenea.
Las brasas que quedaban de nuestros cuerpos, unidos por la fina seda del destino, se han apagado.
Sólo las cenizas aún en la chimenea.
Seare y Alissa
Me atraviesan y dejan el rastro de tu amor en mis venas,
fluyendo como la corriente de un río que teme la sequía.
Tirita entre las rocas ásperas, aunque pulidas por el paso de los años.
El gris del agua fría, como tu amor ya alejado, congela
mi piel
al introducirse en la corriente turbulenta
que remueve mi alma hasta transformarla
en un lugar oscuro, doloroso y lleno de terror.
Azul...
y ceremonioso, lleno de respeto. Es mi iglesia.
Las paredes están pintadas de rojo y dorado, con iconos dibujados de mi vida,
que se mueven al son de mis latidos
con una arritmia extraña, llena de vida.
Es como la música del coro los domingos por la mañana
en una procesión fúnebre por las calles grises y mojadas de Nueva York.
Gélidos cantos llenan las tristes calles con su muerte anunciada.
Los tambores suenan y el clip-clop de los caballos en el agrietado asfalto,
hilos negros que tejen figuras en el hormigón.
Representan mi dolor por no poder amarte.
Siento que caigo por las grietas, abiertas a un mundo en la penumbra... negra noche,
que deslumbras,
y me arrullas con tu oscuridad.
Me envuelves en una luz tenue, arropándome con ternura, aunque falsa.
Mi alma, robada. Camuflada en el hedor de tu cariño.
No quiero vivir muerta,
libérame de tu fino metal construído con espinas de hielo.
Corta las cadenas que me atan a tu cárcel de pasión fingida.
El rumor de tu mente martillea en mi cabeza.
Desesperación.
Las paredes empiezan a cerrarse. El techo parece derrumbarse sobre mi cabeza, latiendo angustia.
Estoy sudando, gotas agrias como el vinagre cayendo en una herida abierta.
Me quema los ojos y lágrimas de sangre comienzan a correr por mi cara,
triste y desnuda en un mar de sal e incienso recién quemado.
El perfume disimula el hedor putrefacto de nuestros corazones que poco a poco se van apagando,
ofuscando mi mente. Derrocando el dolor
que cae hacia una luz abismal, clara y brillante. Blanca como la nieve
fría y pura. Una sábana teñida de sangre, un cielo mojado de estrellas que
ilumina mi camino hasta nuestra habitación, ahora fría y silenciosa. Las cenizas aún en la chimenea.
Las brasas que quedaban de nuestros cuerpos, unidos por la fina seda del destino, se han apagado.
Sólo las cenizas aún en la chimenea.
Seare y Alissa
5 comentarios
Ali -
lore -
seare -
Dominique -
Lyzzie -